Uno de los prejuicios arraigados en quien, desde una mesa del bar ó desde el sillón de un living, observa por la tele el drama de los pobres del mundo, es pensar que quienes viven en los "barrios carenciados" son aquellos que desean vivir así.De repente, una serie de entrevistas nos llaman a la realidad: un hombre explica que lo han rechazado de una fábrica vecina por residir en la villa, un adolescente pasó un trance amargo cuando sus compañeros de secundaria descubrieron su domicilio.Los ejemplos serían interminables.Hemos construído la imagen del "villero" igualando carencia material a deficiencia moral y cultural, poniendo los efectos como causas: no razonamos pensando que la carencia de recursos materiales conduce a la apatía, la inercia y el abandono y, por qué no, a la delincuencia.¿ Cómo aceptar que quienes viven en la miseria no están felices con ella, pues tienen nuestros mismos deseos, esperanzas y verguenzas, pero deben hacerlas a un lado porque la pobreza diezma, cansa y también corrompe?.Se dice que hay dos tipos de pobreza: la digna y la indigna. Esta diferenciación oculta que no existe pobreza digna en un país donde "hay vacas gordas". Lo realmente inmoral es que cada vez más familias no tengan más remedio que vivir en una villa, porque no tienen techo, dinero y trabajo.Si revertimos estos supuestos, dejaremos de mentirnos.Si realmente queremos cooperar para mejorar las cosas, dejemos de ser cómplices en un sistema injusto, opresivo y desigual.
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